viernes, 28 de junio de 2013

Mitos y Leyendas de la ciudad de Loja

EL CURA SIN CABEZA


En medio de la calma en que vivía la ciudad de Loja en aquella época en que aún no se conocía la luz eléctrica y las pocas callejas quedaban sumidas en la obscuridad a las siete de la noche, comenzó a suscitarse un hecho que aterrorizó a la escasa y recatada población de ese entonces.
Tan pronto en la iglesia mayor sonaban las doce campanadas que marcaban el filo de la media noche despertando a brujas y fantasmas, sobre el empedrado de la calle Bernardo Valdivieso (1) se escuchaba el ruido producido por los cascos de un caballo que salía a todo galope desde un recodo de la Miguel Riofrío y luego se perdía por las calles periféricas de la ciudad que entonces eran apenas estrechos callejones.
Las personas que admiradas de la audacia del jinete que se atrevía a salir a esa hora de la noche se asomaban a sus puertas o balcones, sólo atinaban a ver un cuerpo con capa y sotana   de cura pero...!sin cabeza!
A pesar de la rapidez con la cual cabalgaba el jinete, pero dada la circunstancia de que la escena se repetía diariamente, los curiosos aseguraban que debajo de la sotana habían visto los pies del jinete sobre los estribos e igualmente las manos que sobresalían del negro manto y sujetaban fuertemente las bridas, pero nadie la vio jamás la cabeza porque definitivamente no la tenía. De allí que el "fantasma" fuera bautizado con el nombre de CURA SIN CABEZA y desde entonces no hubo en la ciudad un tema que gozara de mayor popularidad: los hombres muy valientes, por cierto aseguraban haberlo visto frente a frente, mientras que las mujeres se santiguaban cuando oían mencionar su nombre y para los niños no había mejor cosa que nombrar al "cura sin cabeza" para que se portasen bien e hiciesen lo que ordenaban los adultos.
Se hallaba en su punto culminante este reinado de terror impuesto por el "cura sin cabeza" cuando ocurrió algo inesperado.
Lo mejor de la sociedad lojana había concurrido a una fiesta que se  dio en un a elegante casa del barrio de San Agustín en donde los convidados comieron, bebieron y bailaron  hasta momentos antes de la media noche, hora en la cual todos procuraron retornar apresuradamente a sus hogares precisamente por temor a un fatídico encuentro con el "cura sin cabeza", del que decíase  que iniciaba su recorrido a esa hora.
Pero hubo la excepción y  ella estuvo compuesta por un pequeño grupo de jóvenes que habían bebido más de la cuenta y se sintieron muy a tono como para encontrarse e inclusive desafiar al temido "Cura sin cabeza". Se quedaron en la fiesta y siguieron libando hasta que sonaron las doce campanadas de la medianoche y entonces salieron llenos de euforia para darle la cara al fantasma o lo que fuere, ya que estaban resueltos a enfrentarse hasta con el mismo diablo.
Pero les falló el cálculo del tiempo y cuando llegaron a la esquina de las calles Bernardo Valdivieso y Miguel Riofrío sólo vieron alo extraño jinete que, con su caballo a todo galope, se perdió por el recodo de la calle 10 de Agosto. Más no se dieron por vencidos y mejor fueron a proveerse de lo necesario para esperar el retorno del "cura sin cabeza", pues se comentaba que solía hacerlo cuando comenzaban a disiparse las sombras de la noche.
Provistos de una buena botella de licor para contrarrestar el frío de la noche y por qué no decirlo también el miedo que les inspiraba su temeraria aventura, los cuatro jóvenes fueron a apostarse a los dos costados de la calle Bernardo Valdivieso, entre Miguel Riofrío y Rocafuerte, y allí clavaron fuertes estacas  entre las cuales templaron una cuerda de tal modo que, cuando llegara el caballo con su jinete, sólo pudiera pasar el primero por debajo y de la cuerda, mientras que el segundo sería derribado por la misma y allí lo atraparían los que para entonces ya estarían bastante borrachos.
Las primeras horas de la madrugada pasaron con relativa calma y el efecto del licor se traducía en bromas y risas, pero la situación se puso tensa cuando escucharon las campanas que anunciaban las 4 de la mañana y el jinete- fantasma no aparecía por ninguna parte. Estaban a punto de abandonar su temeraria empresa cuando percibieron, a lo lejos, los cascos del caballo sobre el empedrado de la calle. Disimularon su presencia, a pesar de que no hacía falta  debido a la obscuridad de la noche, y esperaron a que llegara el jinete y tropezara con la cuerda.
Tal como lo habían previsto, llegó el caballo a todo galope y al toparse el jinete con la cuerda, cayó al suelo y sobre él se abalanzaron los jóvenes y lo inmovilizaron a pesar de que estaban temblando por el miedo.
¡Habla! le ordenaron entonces ¡habla, ya seas de este mundo o del otro!
¡No me maten! gimió una voz y entonces los jóvenes pudieron comprobar que se trataba de un hombre de carne y hueso.
Una vez que le quitaron su extraño atuendo:
Una sotana de cura cosida de tal manera que el cuello le quedaba sobre la cabeza, dejando sólo unos agujeros para los ojos y otros a la altura de las manos, mientras que la capa le cubría hasta los pies, el hombre- fantasma quiso huir,  pero los jóvenes lo sujetaron fuertemente y le prometieron dejarlo marchar solamente después de que le hubiera contado los motivos, las razones y la historia de su extraña actitud.
Se sentaron. Pues, sobre la acera de la parte posterior del convento de Santo Domingo y allí se descubrió el enigma.
Juan Fernando era hijo de españoles afincados en Lima, en donde había nacido y educadose con gran esmero, pues su familia disponía de grandes recursos.
Desde niño tuvo la oportunidad de relacionarse con su prima María Rosa, hija de un hermano de su padre y dadas las circunstancias de que ambos eran hijos únicos, la soledad del uno se esfumaba con la presencia del otro y así aprendieron a amarse y necesitarse hasta el punto de que más tarde les fue imposible vivir separados y al cumplir su mayor edad resolvieron unirse en matrimonio.
Pero allí surgió el problema porque los padres de ambos jóvenes se opusieron rotundamente por razones de su parentesco carnal y en vista de que inclusive tenían elegidos a los consortes para sus respectivos hijos, aquel matrimonio resultaba imposible desde todo punto de vista. 
Puesta la joven ante la disyuntiva de casarse inmediatamente con un rico pretendiente o entrar en un convento, ella optó por lo segundo, pero sus tercos padres no la dejaron en Lima sino que como castigo la desterraron a un convento de Loja, atenta la circunstancia de que en esta lejana ciudad vivían unos parientes de su madre.
Al despedirse de su amado, María Rosa le prometió que jamás profesaría y que solamente estaría esperándolo hasta que fuera a rescatarla; él por su parte, juró que así lo haría.
Poco tiempo después un apuesto joven se presentó en el Convento  de Santo Domingo de la ciudad de Loja solicitando se  lo admita primero como un huésped y después, si las circunstancias lo ameritaban, como un aspirante a  la Orden. En su fuero interno había resuelto su cometido, pero sino lo conseguía, de verdad se convertiría en un Religioso pues en el mundo ya no había otra meta para su vida. Como los documentos que trajo desde Lima eran excelentes, el Superior del Convento lo acogió de buen agrado y hasta comenzó a confiarle pequeñas tareas que lo ayudarían a ambientarse y a sentirse cómodo dentro de su nuevo lugar de residencia.
¡Qué lejos estaban los religiosos de imaginar que ese joven callado y austero que pasaba todo el día trabajando en el jardín o ayudando en los menesteres de la iglesia, era el mismo que por las noches se escapaba para ir a visitar a su amada que en igual situación se encontraba en otro convento de la ciudad.

Asimismo los cuatro jóvenes que lograron derribarlo de su caballo y lo tenían inmovilizado exigiéndole que les revelara la verdad, se hallaban bastante lejos de imaginar que ese hombre fuera el mismo que mantenía aterrorizado al vecindario como el supuesto "cura sin cabeza".
¡Por favor tengan piedad de mí! imploró el joven. Pero ante la imposibilidad de que lo liberasen sin revelar su identidad, comenzó así su extraña historia:
Soy forastero, vine desde Lima detrás de mi amada que fue desterrada a este lugar y condenada a vivir en un convento para que no se casara conmigo. Como no tenía amigos en esta ciudad, a uno de mis tíos que es fraile dominico en Lima, le pedí que me diera recomendaciones   para hospedarme en el Convento de Santo Domingo de Loja. Conseguido esto, pensé que había culminado la primera parte de mi empresa.
¿Cuál fue la segunda? le interrogaron con curiosidad los captores.
Voy a contarles prometió el joven pero por lo menos suéltenme para poder hacerlo con relativa calma.
Ellos accedieron y el joven continuó: La segunda parte resultó aún más difícil y temeraria pero no había otra manera de cumplirla: como uno de los Padres Dominicos acudía todos los días a celebrar la misa de cinco de la mañana en la iglesia del convento donde se hospeda mi novia, me ofrecí para acompañarlo y servirle de acólito. De esta manera me puse de cuerpo entero ante los ojos de mi amada y así ella ya podía al menos abrigar una esperanza.
¿Qué hizo entonces? preguntó uno de los curiosos interlocutores.
Se las ingenió para conseguir  que a ella también le permitieran ayudar en la sacristía, y en un momento de descuido de la Madre sacristana, me pasó un papelito que yo apreté desesperadamente entre mis dedos y solamente pude leerlo en el retiro de mi cuarto  una vez que estuve de vuelta en el convento.
Allí me decía continuó el joven    que a las doce de la noche me esperaría en la parte posterior del convento, lugar y hora donde yo esperaría su señal.
¿Salió ella a verte por la puerta de atrás del convento?.
¡Imposible! Sólo pude escuchar su dulce e inconfundible voz que me decía que me amaba; y con grandes esfuerzos poco a poco hice un pequeño orificio en la pared, por donde ella deslizaba su fina y pálida mano que yo cubría de besos hasta que llegaba la hora de volver a separarnos.
Pero ¿por qué tenías que disfrazarte de "cura sin cabeza" para acudir a esas citas?
Porque era la única manera de alejar a los curiosos y tener la seguridad de que nadie nos molestaría. De otro modo habría sido imposible concertar esas peligrosas citas. El temor al fantasma era lo único que podía guardar nuestro secreto.
¿Y de dónde sacaste el caballo y los atuendos de cura?  
El caballo lo tienen siempre a mono los padres Dominicos para cuando se presenta la necesidad de salir a los campos a confesar algún enfermo grave y pastorea en ese terreno vacío que da a la calle lateral, por donde hay una puerta grande que yo la dejo sin llave para poder salir y entrar sin desmontar del caballo. Lo demás fue fácil hacerlo con unos hábitos viejos que encontré en un baúl del convento y que seguramente pertenecieron a frailes ya fallecidos.
¡No hay duda de que eres bien osado! comentó uno de los captores.
No habían alternativas y el amor lo supera todo replicó el limeño.
¡Termina, termina! dijeron los otros estamos ansiosos por conocer el final y fíjate que ya amanece...
En todas las entrevistan nocturnas con mi amada planeábamos la fuga para el día siguiente después de la misa de cinco a la que yo concurría infaltablemente como sacristán del padre dominico, pero todos los días había algo que estorbaba nuestro plan y sobre todo ella no se arriesgaba a ponerlo en práctica.
Así han transcurrido varios meses que han sido para los dos un verdadero infierno de angustia ante el temor a ser descubiertos y esto al fin ha ocurrido ahora truncando nuestro sueño de manera definitiva terminó diciendo el joven con profunda tristeza.
¡No! contestaron a coro los cuatro jóvenes lojanos que para entonces se encontraban ya repuestos de tremenda borrachera.
¿No? repitió asombrado el limeño y luego preguntó: ¿No van a entregarme ustedes a las autoridades para que me encierren e la cárcel por lo que he hecho?
¡No! volvieron a repetir los cuatro y uno de ellos, interpretando el sentimiento  generoso y hospitalario que es proverbial en los lojanos, agregó:
Te vamos a dar la ultima oportunidad de convertirte en el "cura sin cabeza" para que vayas esta noche a contarle a tu novia lo que ha ocurrido y prevenirla de que si mañana no se fuga contigo, se quedará para siempre en ese convento. Si ambos no aprovechan esta generosidad de nuestra parte, olvídate de que nos hemos visto porque si una noche más de la que te concedemos, te apareces por aquí como el "cura sin cabeza". Irás a parar en la cárcel con caballo y todo!
Tan hermoso le pareció lo que acababa de escuchar que casi no lo creía. Los abrazó a los cuatro muchachos como a los hermanos que nunca había tenido y corrió a preparar su huída.
Nunca se supo cómo y cuando lograron escapar los dos jóvenes peruanos, pero después de algún tiempo se recibió en el correo central una extraña postal que armó revuelo en el vecindario porque estaba dirigida:
"A los buenos amigos que me ayudaron a escapar y a conseguir mi felicidad"
f. El Cura sin Cabeza
Desde entonces se tejieron más historias alrededor del "cura sin cabeza", pero el único hecho inequívoco fue que nunca volvió a vérselo en las calles de Loja; y como la postal que se recibió en el correo provenía de Lima, comentábase que seguramente estaría haciendo de las suyas en la vecina República del Perú.

LA LLORONA 


La llorona' es una mujer alta y estilizada cuyo atuendo es de color blanco, aunque no es posible distinguir sus rasgos faciales.
'La llorona' es una mujer alta y estilizada cuyo atuendo es de color blanco, aunque no es posible distinguir sus rasgos faciales. Los relatos populares, la describen también como una mujer sin pies, en efecto, parece desplazarse por el piso sin rozarlo.

El mito de 'la llorona' afirma que su eterno penar se debe a que busca a un hijo recién nacido que asesinó arrojándolo al río para ocultar un pecado. Y en esta línea, es parte de su penitencia, castigar a los muchachos que andan de amores prohibidos: se sube a sus caballos y puede llegar a matarlos en un helado abrazo mortal.


Se la llama 'la llorona' porque sus gemidos aterradores y penetrates que se dice que grita ¿ Donde esta mi hijo? ¿Dond esta mi hijo?, son tan insistentes que hasta enloquece a los perros, mientras deambula por las noches (sobre todo cuando es noche de plenilunio).

La mayoría de los relatos, la consideran señal de malos presagios, un indicador de mal agüero: puede acercarse para enfermar a las personas, empeorar a los enfermos o traer desgracias a los seres queridos.

En otros relatos, 'la llorona' se presenta como un ser inofensivo que necesita consuelo y ayuda, despertando piedad en la gente que, cuando se acerca a consolarla, les roba todas sus pertenencias.

LAS BRUJAS DE ZAMORA HUICO. 


Tristeza gris sobre la quita ciudad a orillas del Zamora. Pesadez de siesta flotando en el ambiente. Arrimadas  unas a otras las viejas casas de un solo piso, con sus patios llenos de maleza y geranios, parecen estar deshabitadas. De rato en rato una mujer sale  de una habitación para volver a desaparecer en otra, sin turbar más que como una aparición la monotonía del paisaje.
Las calles empedradas que por todos lados conducen a los ríos que circundan la ciudad, ahora están desiertas. Los perros durmiendo sobre las aceras también participan de la languidez  habitual de la tarde.
Enjaulada en la escuela de bullanguería de los niños y amarrados los hombres al trabajo, sólo la esposa cose remienda o hila en la intimidad del hogar cuando no es ella la que regresa del río con la policromía de su batea de ropa va poniendo una nota de color en las solitarias callejas.
El centro de la urbe tiene casas mejor presentadas y generalmente de dos pisos, con la infaltable tienda de víveres o un desgarbado almacén frente a cuyo mostrador pasa un hombre o una mujer durmiendo la mayor parte del tiempo  y atendiendo de repente entre bostezo y bostezo  a la escasa clientela que diariamente le visita.
Así, en una de esas casas situada en la calle principal pero hacia el sur de la ciudad, vivía una dama solterona a que pasaba igual que los demás de su oficio dormitando las tardes tras el mostrador de su almacén. Las comodidades de que gozaba y la vida sedentaria que llevaba, no pudieron por menos que volverla sumamente voluminosa y la grasa terminó borrando sus facciones otrora regulares y bonitas.
Hasta que cumplió los cuarenta años había alentado la esperanza de encontrar un compañero para su solitaria vida e hizo lo posible por mantenerse esbelta y conservar algo de su hermosura, pero una vez cruzado ese dintel, la desesperanza invadió todo su ser y hasta los principios religiosos que aprendió en los lejanos años de su niñez murieron ahogados por esa ola de despecho que la inundaba.
No pensó más entonces que vivir para satisfacer todos sus caprichos gastando la fortuna que había heredado de sus padres.
No tengo para quien vivir ni para quien guardar mi dinero decía desdeñosamente cuando alguien le comentaba algo acerca de la vida disipada que llevaba, y como las fortunas se hacen humo cuando de ellas no se cuida, llegó un día en que la riqueza de la señorita María Filomena se redujo a unas cuatro antiguallas en  muebles, aparte del almacén que cada vez se lo miraba más vacío.
Mira Filuchita lo que es la vida: tus parientes ya no quieren prestarte un solo céntimo. Dicen que ya no tienes con que responder y que estás arruinada.
Así llegó diciendo la vieja escuálida, misteriosa y parlanchina que la cuidó desde niña y que a raíz d la muerte de sus padres, se había convertido en la única persona que cuidaba de ella y le hacía compañía.
¡Qué me importa! contestó la dama en forma displicente y agregó:
Prepárate para ir vendiendo  los muebles que me quedan hasta que se acabe todo... ¡absolutamente todo! ¿Me entiendes?
Pero...Filuchita ...y después de eso... ¿qué haremos?
Tú verás lo que haces con tu persona. Lo que es yo me largaré de aquí y no me volverán a ver nunca, aunque por allí me muera como un perro.
Y diciendo esto dio media vuelta y fue a refugiarse en su dormitorio sin alcanzar a ver la chispa de maligna alegría que brilló en los ojos de la vieja sirvienta.
¡Doña Sabina...! ¡Doña Sabina...! Soy yo Valeria ...! Abra un ratito gritaba la vieja sirvienta de la señorita Filomena a la puerta de la tienducha negra y miserable, a cuyo dintel asomó su cara otra vieja de aspecto más sucio y renegrido que la misma tienda.
¡Doña Valeria! ¿Qué vientos la traen por aquí? cuando yo creía que ya se había olvidado el camino...?
¡Ay, doña Sabina! cuando las penas llegan, no llegan solas y una tras otra nos van cerrando el cerco sin dejarnos ni una sola tranquita por donde salir.
Ya ve... doña Valeria...¿Qué le dije la otra vez...? Déjese de regodeos y hagamos esa "visita" a Zamora Huayco... Pero usté no quiso ni oír y ahora anda en apuros...  Ya ve lo bien que está la Josefa, la Pancha y todas las que se han de remilgos y pucheros...
Pero si ahora usté quiere... mañana mismo podemos ponernos en camino porque ¡justo cae último viernes del mes!
¡Ay doña Sabina! en eso mismito he andado pensando todo este tiempo y lo único que me atajaba era la niña Filuchita... Pero ahora que la veo tan desesperada, estoy segura que no se va a negar...
¿La niña Filuchita ha dicho...?
¡Claro! Mi niña Filuchita  que ahora si está dispuesta a vender  su alma al diablo...!y con ella si me voy con usté de mil amores!
No hay entonces de qué más hablar... Tiene esta noche y todo el día de mañana para que la convenza a su niña Filuchita y a las siete de la noche iré a la casa de ustedes para emprender el "vuelo" a Zamora Huayco.
Hasta mañana... entonces... doña Sabina...
Hasta mañana doña Valeria  y... ¡cuidadito con volverme a fallar...!
A las seis de la tarde con el tañido del Angelus, la gente acostumbraba tomar su merienda, luego se rezaba el Rosario y a las siete de la noche representaba el momento propicio para iniciar el reposo que no significaba precisamente ir a la cama sino recogerse dentro de las tertulias familiares, pues las calles alumbradas sólo de trecho en trecho por la escasa luz de los faroles no ofrecían ninguna seguridad para el viandante.
A partir de aquella hora, en cambio la situación se presentaba propicia para las picardías, maldades y brujerías de quienes se escudaban a las sombras de la noche para practicar el mal. Y era precisamente a esa hora siete de la noche cuando el grupo de viejas que practicaban maleficios empezaba a salir de sus casuchas para dirigirse a la cueva de Zamora Huayco en donde se aseguraba que las brujas adoraban al mismo demonio.
Muy puntual a la cita la vieja haraposa de doña Sabina, saboreando la dicha de su nueva conquista, a las siete estuvo en la casa de la señorita Filomena. Luego de exhortar a ésta y a su  vieja criada para que renegaran de las cosas santas, les hizo repetir la fórmula que las pondría en condiciones de llegar a la cita  de Zamora Huayco e inmediatamente se sintieron transformadas en algo liviano y pequeño, que cuando la vieja Sabina dijo !vamos!, se elevaron fácilmente por el aire y partieron en silencioso vuelo.
Cuando volvieron a recobrar el dominio de sus facultades humanas, la señorita Filomena y doña Sabina se encontraron sentadas sobre unas grandes piedras que a manera de asientos se hallaban distribuidas en semicírculo dentro de una enorme y obscura cueva la que llegaba un rumor de un cercano río.
Decenas de voces provenientes de otras tantas personas sentadas sobre las piedras, de rato en rato dejaban oír un ininteligible susurro y en medio de la cueva alumbrada por la luz de una hoguera estaba un enorme chivo con una cabeza exactamente igual a la del demonio.
Un terrible escalofrío sacudió el cuerpo de la señorita Filomena y sintió el impulso de huir despavorida, pero la vieja Sabina le apretó fuertemente el brazo y los ojos de Valeria la fulminaron como dardos de fuego, de modo que comprendió que no podía echarse atrás y resolvió afrontar la situación, cuanto más que había estado resuelta a todo cuando  aceptó la propuesta de las dos brujas.
Después de aquellos roncos susurros que duraron momentos que le parecieron interminables, las brujas comenzaron a levantarse de sus asientos e Iban  a postrarse a los pies del chivo con cabeza de demonio y luego de  que le besaban las patas, recogían del suelo una bolsa de cuero llena de monedas que tintineaban al chocar unas con otras denunciando su contenido.
Terminado este ritual las brujas volvían a pronunciar el estribillo que las transformaba en murciélagos, pavos u otras aves voladoras y retornaban a sus viviendas en donde luego adquirían otra vez su forma natural.
¿Qué te pareció Filuchita, la reunión  de anoche en Zamora Huayco...?
¡Ay, Valeria...! dijo la señorita Filomena con un cansancio en la voz cual si hubiera regresado de un largo viaje.
¿Qué te pasa, Filuchita, qué te pasa? inquirió curiosamente la vieja.
¡Nada, nada...! Solamente siento un cansancio como si tuviera el cuerpo molido. Pero sí debo decirte que no me gustó en absoluto esa porquería de anoche.
¡Ay mi Filuchita! ya vas a tener un mes entero para descansar y más que nada para disfrutar de esas preciosas monedas de oro que trajimos del "viajecito" .
A ver, trae acá para verlas, pues yo creo que no son más que pura fantasía...
No hay tal. Aquí están para voz mismitico compruebes que son de oro purísimo...
Y diciendo esto, la vieja hizo restallar sobre la mesa aproximadamente una docena de brillantes monedas de oro.
¡Ah! si es así concluyó la señorita Filomena bien vale la pena seguir besando las patas del chivo.
Con el dinero que traía de aquellas reuniones de brujas en Zamora Huayco, volvieron los parientes los amigos y hasta los admiradores de la señorita Filomena y entre estos últimos se contaban los vecinos del cuartel de infantería que quedaba a pocos metros de su casa.
Una noche cuando dos de ellos hacían guardia y se paseaban por el patio del cuartel, aproximadamente a las siete de la noche vieron salir de la casa de la señorita Filomena a dos animales que parecían pavos y en callado vuelo pasaron sobre sus cabezas en dirección a Zamora Huayco   fue tan inesperado lo que vieron que no se atrevieron ni siquiera a  levantar el rifle, pero tuvieron cuidado de seguir escrutando el firmamento y no se sorprendieron demasiado cuando vieron retornar silenciosamente a los animales voladores que antes habían pasado por allí.
Momentos antes habían sonado las doce campanadas de la medianoche en el campanario de la iglesia de San Sebastián y los dos guardias en parte con miedo y en parte con curiosidad apuntaron su rifle en dirección de los dos animales que se acercaban volando bajo y cadenciosamente. Su error fue apuntar los dos al más grande, de modo que una sola de las pavas cayó pesadamente sobre el patio del cuartel, mientras que la otra siguió su camino hasta descender en dirección de la casa de la señorita Filomena.
Cuando los guardias vieron caer al animal, corrieron a mirarlo. Pero su sorpresa no tubo límites, cuando en vez del animal, se encontraron con el cuerpo ensangrentado de  la señorita Filomena.
Uno de los tiros le había perforado la cabeza y otro el corazón. Entre los estertores de la muerte la agonizante pidió a los guardias que por favor la llevaran y la dejaran morir en su casa sin decir de ello un apalabra a nadie.
Los guardias accedieron a su petición y luego de dejar a la moribunda en manos de la vieja sirvienta que los había estado esperando en la puerta, regresaron a su cuartel y sacrificaron a un perro para justificar el ruido de los tiros y la presencia de la sangre que había quedado regada sobre el patio.
MITOS

Mito o Realidad: Los Infiernos de Loja














Los Infiernos: Mito o realidad?. Pues es real, así como lo oyen. Los Infiernos son estas cascadas que ven ustedes aquí, perennes durante siglos.
Ahora bien, desde que abrieran la embotelladora de agua, dos años atrás, en el nacimiento del arroyo Manzanil (que viene a despeñarse al Genil, formando la cola del caballo), el agua es cortada a veces, provocando que la vista o no de la cascada esté supeditada a las necesidades de la embotelladora.
Aun así, el paraje merece la pena, aunque yo les recomendaría que lo visitasen desde abajo, es decir, desde Los Molinillos. El camino por aquí transcurre junto a la ribera del río Genil, dando la oportunidad a dar un tranquilo paseo junto al agua en un lugar perdido, justo al lado del bullicio del pueblo. Tendrán lugar de observar los travertinos, que son como estalagtitas en la roca caliza del terreno.
Y si quieren probar suerte, e intentar ver la cascada, la mejor vista la tienen desde el frente, en un mirador acondicionado para ello en el paraje de La Esperanza. Para llegar aquí sigan las siguientes instrucciones: Nos situamos en la N-321 dirección Priego de Córdoba y tomamos el desvío hacia la antigua carretera de Huétor-Tájar y la barriada de La Esperanza. Una vez lleguemos a La Esperanza - a unos 2 kilómetros de Loja- buscamos la señal indicativa a mano derecha, rodeamos una antigua cooperativa de aceite y tomamos la senda campo traviesa que lleva hasta el mirador habilitado.

EL CAMINO DE LOS AHORCADOS

El viejo hospital de Loja se llamaba San Juan de Dios y estaba ubicado en el extremo nor-occidental de la ciudad. Su puerta principal daba  a la calle Imbabura y al terminar los terrenos del hospital el camino se bifurcaba en dos: uno que subía directamente al barrio El Pedestal, y otro que tomaba hacia la derecha y empalmaba con un estrecho sendero que conducía a Borja y Belén, pequeños caseríos localizados en las afueras de la ciudad. Este segundo camino que linderaba los terrenos del Hospital con un inmenso y funesto farallón era conocido como el Camino de los Ahorcados. He aquí su historia o mejor dicho la leyenda que dio origen a su nombre.
La lepra era antes un mal incurable además de contagioso y por este motivo eran perseguidos y reducidos a reclusión en el pabellón del Hospital conocido con el nombre de Aislado todos los enfermos que padecían de ese mal, por lo menos hasta enviarlos al Leprocomio de la  capital de la República. En el Aislado del Hospital los leprosos eran atendidos por médicos que tomaban todas las precauciones para evitar el contagio y a veces sólo recetaban de lejos, aunque no faltaron también abnegados galenos que ofrendaron sus vidas en cumplimiento de tan humanitaria misión.
En cambio las enfermeras no podían eludir el contacto con los enfermos y frecuentemente eran víctimas del contagio a pesar de las precauciones que tomaban. Por eso resultaba sumamente difícil encontrar personal que quisiera prestar sus servicios en el Aislado del Hospital y solamente circunstancias desesperadas obligaban a ciertas personas a trabajar en ese lugar.
 Tal fue le caso de Luz Marina a quien sus padres echaron del hogar por haber cometido un pecado de amor; y desde el campo donde vivía salió a la ciudad para que en el hospital curasen a su hija de pocos días de nacida que se encontraba al borde de la muerte. La niña fue recibida e internada en el pabellón de niños, pero como la madre no tenía donde hospedarse las Hermanas de la Caridad que en ese entonces regentaban el hospital le propusieron que fuese a trabajar en el Aislado.
Luz María no tuvo alternativa. Allí se quedó para siempre y su hija a quien bautizó con el nombre de Ana María también se quedó a vivir allí luego de su restablecimiento y más tarde las religiosas le dieron facilidades para que reciba la instrucción primaria y un curso de enfermería que la capacitó para que pueda desempeñarse en el mismo ambiente en el cual había crecido con despreocupación y sin miedo al contagio de los enfermos que vio desfilar a lo largo de su niñez y adolescencia.
A  los 26 años Ana María era una jovencita alegre y vivaz a quien le gustaba cumplir pronto sus obligaciones para salir a "chivatear" por los terrenos de la parte posterior al edificio tras del cual se extendía una pronunciada colina sembrada de eucaliptos, la misma que remataba en una cima cortada a pico sobre el camino que más tarde empataría con el sendero hacia los caseríos de Borja y Belén. Desde la cima hasta el camino había un altura de por lo menos cincuenta metros y por un estrecho sendero oblicuo sobre el farallón transitaban sólo unos pocos chivos y cabras que se alimentaban con la escasa vegetación que crecía a ese lado del camino. Pero por allí bajaba también Ana María todos los días después del almuerzo, llena de alegría y entusiasmo tanto por el placer  de estirar sus ágiles piernas como por la embriaguez que le producía desafiar al peligro. En uno de esos habituales paseos un día se encontró con Luís Felipe, un joven estudiante de Derecho que, con su cuaderno de apuntes bajo el brazo, caminaba lentamente por ese solitario camino revisando la materia del examen que debía rendir al día siguiente.
Los grandes amores sólo necesitan de un chispazo para encenderse y luego inflamarse como un volcán. Eso les ocurrió a Luís Felipe y Ana María. Se vieron y se amaron como predestinados desde toda la eternidad. No necesitaron hablarse de inmediato sino sólo mirarse y sonreírse con infinita ternura para saber que se amarían hasta la muerte. Pero a pesar de la intensidad de sus sentimientos, sus amores fueron castos y puros y duraron mucho tiempo. Así, llevaban ya dos años de conocerse y de amarse reuniéndose todos los días en ese solitario camino que tenía al un costado la montaña y al otro una hermosa vegetación, cuando ocurrió la muerte de doña Luz Marina: la contagió un enfermo de tifoidea que había sido recluido en el Aislado del Hospital y a los pocos día murió pese a los cuidados  que le prodigaron en este lugar en el cual ella había servido  con tanta abnegación durante 18 años. Ana María quedó sola pues no conocía a ningún familiar. Pero el amor de Luís Felipe iluminaba su vida y formaba y formaba el único mundo en el cual deseaba estar. Por eso anhelaba que él se graduara de abogado, ya que le había prometido hacerla su esposa tan pronto culminara sus estudios y comenzara a trabajar.
Pero el destino cruel les jugó una mala pasada: un día que después que después del almuerzo, Ana María se arreglaba las uñas junto a la ventana del pequeño cuarto que tenía en el hospital, sintió que una uña se le movía como si estuviera desprendida y al halarla un poquito se desprendió por completo sin causarle ningún dolor. Casi se le paraliza el corazón porque intuyó lo que aquello podía significar. Pero con la esperanza de que estuviese equivocada corrió a consultarlo con el médico de turno del Aislado. No cabía duda. Estaba contagiada de lepra y debía resignarse a vivir recluida como los demás enfermos de ese mal.
¡No! gritó desesperada y corrió hacia la colina ubicada detrás del hospital. Coronó la cima y bajo corriendo por el peligroso declive deseando íntimamente tropezar y caer para morir. pero su destreza pudo más que su deseo y llegó al camino antes de la hora de la cita, motivo por el cual Luís Felipe aún no había acudido. Buscó en el bolsillo de su blanco delantal de enfermera el lápiz y la libreta de apuntes que siempre guardaba allí para recibir las instrucciones de los médicos y escribió apresuradamente:
"Perdóname Luís Felipe, por la pena que voy a causarte, pero no puedo recluirme a morir de lepra ni condenarte a ti a mirar este suplicio. Adiós mi amor: te espero en la eternidad. Tuya para siempre: Ana María".
Colocó el papel en el bolsillo de modo que buena parte de él quedara visible y luego tomó varias cabuyas de las muchas que habían en el cerco de pencos contiguo al camino e hizo una fuerte soga con la cual se subió a un árbol de guabo que también estaba a la vera del camino. El un extremo de la soga amarró a una gruesa rama y el otro a su cuello. Luego se arrojó al vacío.
Cuando Luís Felipe acudió a la diaria cita se extrañó de no encontrar a su amada saltando y brincando con esa natural alegría que siempre la acompañaba. Pero al fijarse en el árbol y ver allí colgado el cuerpo de Ana María, dio un grito y corrió a socorrerla. Mas ya era demasiado tarde. Su primero y único amor la hermosa, tierna y joven mujer que tanto había amado estaba muerta. El mensaje dejado loo confirmaba. Entonces hizo las mismas trenzas de cabuya que ella había confeccionado, las unió entre sí y amarró el un extremo a su cuello y el otro a la rama del árbol de la cual pendía el cuerpo sin vida de su amada. Así encontraron juntos a los dos cadáveres las primeras personas que pasaron por el lugar de los hechos, luego la autoridad que fue llamada apresuradamente y después todo el vecindario de aquella pequeña ciudad que entonces era Loja y que se conmovió hasta las lágrimas por la triste suerte de aquellos jóvenes.
Desde entonces aquel fue llamado el "Camino de los Ahorcados" y casi nadie se atrevía a transitar por él, especialmente durante las noches pues se decía que a las doce se veía un grácil bulto blanco por el empinado sendero del farallón ubicado detrás del hospital y luego dos fantasmas corrían y jugaban por este camino hasta que asomaban las primeras luces del alba. Según la leyenda en que se basa esta narración, las almas de los dos infortunados amantes estaban "penando", es decir no podían descansar en paz porque se habían ido de este mundo sin esperar el llamado de Dios.